Durante toda mi existencia he estado inmersa en un campo enorme de fuerza, de polaridades imposibles: de lucha por la supervivencia, aun a costa de lo que fuese (de mí, de los otros, de la moral) la fuerza inconmensurable que azota mis células para revolverme ante cada caída; y del otro lado, la necesidad de rendición sin condiciones, el agotamiento y el deseo de ser otra. La infinita insatisfacción vital. Y la búsqueda de un afecto que nunca encuentro, que nunca siento.
El castigo físico no ha sido jamás mi tónica: hay métodos más sofisticados de dañarse, de morir en vida, y de arruinar la poca integridad que a uno le queda, si es que alguna vez la tuvo. Y esos, al menos a mí, nunca me dieron ni un ápice de alivio, ni una gota de sedante para el alma, ni aún temporal, ni siquiera imaginario.
Incluso ahora noto que me he entregado y me entrego pero nunca es del todo; que me guardo, que esquivo. Luego me percato y cedo, cedo hasta arrastrarme en la súplica, en la anulación de mi persona. Pero no soy, no siento, sólo temo. Huyo de pronto, y después me dejo encontrar, para volver a huir y a temer.
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